2011-06-02

EL QUEHACER POÉTICO EN LA ÉTICA DE LA AUTENTICIDAD Piedad Bonnett V



Es un lugar común afirmar que todo hombre es prisionero de su tiempo, y lo es también aquella idea de que el artista suele adelantarse a su momento en virtud de una conciencia, o tal vez de una intuición, que sus contemporáneos no poseen.
En ese sentido se le llama visionario o profeta.
Es posible, sin embargo, que haya mucho de arrogancia y hasta de ingenuidad en esa apreciación, y que, en verdad, nadie esté en capacidad de adelantarse a la historia, que, otra parte no es sino muchas, y que, como se ha dicho depende de las distintas versiones que del pasado construya el porvenir. Lo que nadie puede negar es que el artista no sólo no puede sustraerse a su tiempo, sino que está obligado a trabajar a partir de él. Es decir que tiene unas responsabilidades; responsabilidades que son mayores, casi heroicas, desde el momento en que la antigüedad dejó de ser un modelo y el poeta asumió el compromiso de ser libre. Rotos los cánones, el artista queda merced de sí mismo, de su creatividad y de su pensamiento: más solo que nunca. «Los hombres del poder pueden indicarle lo que debe hacer, el fin que debe alcanzar, pero no puede indicarle lo que debe hacer, el fin que debe alcanzar, pero no puede indicarle el modo de hacer, de alcanzar el fin. El arte es el modelo del hacer según la libre elección», dice Giulio Carlo Argan.
Esa responsabilidad que significa ser moderno pareciera agravarse cuando se vive en un lugar como Colombia, una tierra abonada de muertos, un país agobiado de miedos y de incertidumbres. ¿Cómo asumir el compromiso ético con una sociedad que contempla perpleja y angustiada su autodestrucción?
No sé si todos los hombres, en todas las épocas, hayan pensado, al menos una vez, que les ha tocado vivir uno de los momentos más nefastos, bien de la historia de su país, bien de la historia de la humanidad. Es probable que lo sintieran así los ingleses de los peores tiempos de Ricardo III —que no supieron de sus terrores quedarían justificados en una obra de Shakespeare— y sin duda lo creyeron los europeos durante las dos guerras mundiales. También lo hemos pensado muchos colombianos a lo largo de este siglo; muchos colombianos en los últimos diez años. En realidad el hoy será nunca, en términos absolutos, peor que el ayer, ni mejor que el mañana. Pero también es cierto que es altamente probable que una mayor aflicción sacuda el alma de un poeta de Bosnia- Herzegovina, o de Haití, o del Líbano, cuando contempla el duro presente de su pueblo, que la que siente un poeta de esos plácidos países europeos en los que el orden es el señor de las noches y los días.
Las mayorías odian siempre la desesperanza, se aterrorizan con el escepticismo. La humanidad está pidiendo siempre una fe y no suele perdonar a las que no creen. Los pueblos, en un desesperado esfuerzo por la vida, están siempre tratando de construir o reconstruir sus esperanzas. Por razones tal vez obvias, en Colombia la poesía parece haberse vuelto una de ellas; se escogen mil niños poetas, se hacen cruzadas de poesía por la paz, se invita a los indigentes a hacer poesía. Entiendo que los que promueven estos eventos quieren suscitar o despertar, más bien, lo que Octavio Paz llama lo poético: « […] hay poesía sin poemas; paisajes, personas y hechos suelen ser poéticos: son poesía sin ser poemas».
Frente a los ríos de sangre, a la dignidad atropellada, al miedo, es explicable que se trate de encontrar lo poético que hay en la vida. Que se lo busque en un niño, a quien es posible que la escuela haya dejado todavía un rastro de imaginación que le permita crear fantasías. En el indigente que, como aquel Tomasín de Lear, lleno de gracia y sabiduría, puede hacer de su marginalidad un reducto de libertad.
Por otra parte, Auditorios enormes escuchan en silencio la voz de los poetas. Es imposible no alegrarse de que, en el seno de una sociedad bárbaramente violenta, un número considerable de hombres dirija su interés hacia las expresiones del espíritu. El heterogéneo público que oye con reverencia a un poeta en su propia lengua, o en una lengua extranjera, pareciera devolvernos al tiempo que la poesía perdió para siempre: el de la religión y el mito. Hay algo de ritual y de sagrado en ese fenómeno, que difícilmente podrían explicarnos los sociólogos. Allí donde queda el vacío de abandono de los dioses, se funda una religión nueva: una música, un ritmo, una afirmación a través de la palabra. Es el reverso del concierto de rock, donde el delirio une a la juventud en una fe: se crea milagrosamente un espacio de convergencia, de conciliación, de encuentro.
Lo digo con respeto. En la lectura de poemas, lo que posibilita la unión es el silencio. Lo que llega es una voz, una entonación, un «espíritu» y un montón de palabras en fuga. La emoción de lo efímero.
Entiendo y celebro que, extrañamente, este fenómeno se haya dado en estas proporciones, principalmente en Colombia. Pero sigo creyendo que la poesía moderna no encuentra su realización plena sino en el poema, en el poema que, leído y releído, es cada vez uno y distinto: el poema que cada lector crea. «Lo poético es poesía en estado amorfo —dice Paz—, el poema es creación, poesía erguida. Solo en el poema la poesía se aísla y revela plenamente.» Y es que el poema, en su más pura ambigüedad y polivalencia significativa, es producto de la voluntad creadora del poeta.
Convengamos en que, circunstancialmente, Un hombre, combinando unas palabras al azar, produzca algo tan bello que pueda llamarse poesía. Por una vez, ese hombre habrá sido poeta. Pero existe otro hombre que, a la inversa de este, lo que hace es tratar con conciencia, con esfuerzo, con profunda pasión convocando a menudo todas las fuerzas de lo irracional y lo inconsciente, de convertir en palabras la poesía del mundo. A este hombre lo llamo yo poeta.
Y este trabaja, como un Jano cuadriforme, mirando varios horizontes. El primero, la tradición literaria en la que se inscribe, que para un latino americano, como ya lo señaló Carpentier, es toda la tradición: «Es el Oriente, del Ramayana a los modernos poetas del Japón y de la India. Y es la tradición de Occidente y de su propia lengua, cuya historia no puede desconocer». Ahora bien, esta manera de aproximarse al pasado es ambigua. El poeta debe trabajar con relación ala tradición, pero no contra ella. Aprendiendo de ella, pero negándola a partir de su propia invención. Lo comentó con mucha agudeza T.S. Eliot cuando en una entrevista afirmó: «No creo que la buena poesía pueda producirse en una especie de intento político de derrocar alguna forma existente. Creo que lo que existente simplemente queda superado». De esta forma sencilla formulaba Eliot su convicción de que el artista moderno, sin desconocer el de ayer, esencialmente está comprometido con el hoy.
El segundo horizonte al que mire un poeta es su presente. Su acontecer, sus ideologías, sus sueños, las poéticas de los artistas de su tiempo; en fin, la espesa trama, en la cual él ya está tejido, y es la que resulta más difícil mirar con agudeza, sensibilidad y sentido crítico. El poeta que ahonda en su presente debe mantener viva su curiosidad, abolir los prejuicios, saber escuchar y saber envejecer. Y desde su subjetividad más plena, hablar por todos los que respiran el aire de su tiempo.
El tercer horizonte está dentro de sí; está constituido por su memoria, sus sentimientos, sus convicciones, sus credos y sus ideas. Y por el poderoso motor de su deseo.
Y el cuarto horizonte es necesariamente el porvenir. No el suyo, sino el de la poesía que él contribuye a crear con cada palabra, cada verso y cada poema. Esto sólo puede hacerlo desde la reflexión sobre su universo de formas, pues la poesía es ante todo forma, ya que sus temas, le amor, la muerte, la belleza, son vivencias que nos corresponden a todos. Cada poema debe, pues, inaugurar un futuro, aunque éste es una quimera, un espejismo; si queremos anticiparlo, el tiempo implacable lo condena de inmediato a ser presente, y unas horas más y será pasado. Al querer anticiparse al futuro se está pensado el poema como utopía: la utopía de nombrar, por fin, la escencia de las cosas.
La responsabilidad del poeta nace de esta confluencia de miradas y consiste, usurpando un término del poeta Charles Taylor, en poseer una ética de la autenticidad. El poeta de hoy no persigue ya la verdad, porque sabe que no hay una verdad, que ésta se ha fragmentado en múltiples verdades. Tampoco persigue a todo trance la originalidad, que, en medio de una cultura que ha exacerbado la conciencia de la intertextualidad, parecería pueril. el poeta que sabe que su responsabilidad estriba en batallar con la impostura , en no plegarse a las exigencias de la realidad exterior y a sus conformidades, en buscar en sí mismo su modelo, «ser fiel —en palabras de Taylor— a su propia originalidad».
Tener una ética de la autenticidad equivale, entonces, a ser fiel a sus propios fantasmas, a escribir, no «de lo que toca y como toca», sino sobre y como resulte ineludible. En un país que se ahoga en muertos, el poeta no tiene la obligación de hablar de muertos, mientras no se olvide de ellos. En un país que se revienta de corrupción y violencia, también es posible que la poesía hable de amor, pero inevitablemente será un amor donde se sentirá la latencia de la guerra. Para el poeta, tener una ética de la autenticidad significa estar comprometido ante todo con su propia verdad: la suya es una búsqueda de palabras, pues las palabras son para él la realidad, o mejor, su tarea es la de penetrar esa realidad al convertirla en palabras.
La autenticidad tiene también que ver con la lucha por lograr ese contacto entre su voz más profunda y la voz de las cosas, para encender la chispa que hace nacer el poema. Con buscar, sin tregua ni concesiones, la palabra, la imagen, el ritmo, que él mismo —no otro— se ha impuesto como necesario. Pero si no lo encuentra, el poeta, con mirada autocritica, debe saber aceptar el fracaso, destruir, pues es sabido que no existe el Poema, que el suyo es un pobre artefacto, un mero instrumento de búsqueda. Lo que no significa que, cada vez que emprenda su escritura no intente realizar el poema.
Finalmente, la autenticidad supone un pacto con la libertad. Y eso significa cuidarse del poder, cualquiera que este sea. El primero, y el más deslumbrador, es el poder de la fama, que hace perder el rumbo y el sentido de la proporción. Todos hemos visto cómo, en el momento en que el escritor se entrega a la euforia de la fama, comienza a repetirse o a caer en lo trivial, pues cree que ahora todo se le concede. El poder de la fama hace olvidar e poder del tiempo. Pero también hay que temerles a los otros poderes. Todo purismo es detestable, porque cuando encierra simpleza está impregnado de puritanismo. Por eso no sostendré que deba el poeta huir despavorido frente a la posibilidad del poder. El pérfido de Quevedo y el hedonista Neruda demostraron que se puede beber de sus mieles sin que se arrodille la poesía. Pero pobres de los poetas que pongan sus versos al servicio de intereses inmediatos, pues están condenados a la caricatura y al olvido. Y pobres también de aquellos cuya servidumbre está puesta al servicio del lector esnobista y superficial que premia con halagos la mediocridad y el facilismo. Pues en estos tiempos de falsa democracia también es posible hacer demagogia con la poesía.
La ética de la autenticidad es naturalmente una opción cuando el poeta sabe que está solo, solo con sus incertidumbres. Pues, a diferencia de otros hombres que ejercen sus oficios en el mundo de leyes o de normas que demarcan sus caminos, el artista improvisa su rumbo cada vez, Y aunque un orgullo infantil le alegre el pecho cuando contempla la obra recién concluida, se es un hombre que posee alguna sensatez, sabrá que en el arte no hay seguridades posibles. y que si persevera en su empeño, no es porque ningún altruismo lo anime, sino porque cuenta con su vocación , que es un nombre para la pasión que le da a su vida un sentido.
En un país como Colombia, donde todos los limites las fronteras, parecen haberse borrado, sólo puede pedirse al poeta que sepa asumir la contradicción, que no renuncie a la ambigüedad, que exprese con todos sus riesgos la forma única en que su conciencia penetra el complejo mundo en el que se mueve. Quizá podamos esperar de él que no caiga en polarizaciones, esquematismos, fundamentalismos. Ni en ingenuos discursos aleccionadores, ni mesiánicos, ni en visiones apocalípticas. Nada más, Pues el resto pertenece al arbitrio de su libertad creadora.
Temo, a estas alturas, que, queriendo una ética de la autenticidad, haya equivocadamente dado la impresión de que se pide a los poetas, esos seres vanidosos e irreales, que se porten como santos. Nada de eso. Pero si quisiera abogar, al menos, por uno de sus derechos. Es legítimo que en su afán de la felicidad las gentes echen a rodar sus inocentes mentiras, inventen sus telenovelas, se preocupen por fabricar una buena imagen de su pueblo. Pero el poeta no es un propagandista ni un divulgador. Tiene derecho a que lo eximan de su función de pregonero de la alegría, de porta estandarte del optimismo, de mensajero que lleva una luz a las tinieblas. El compromiso del poeta con la vida incluye una coincidencia de muerte. Y así como resulta exultante la voz enérgica de Walt Whitman, nadie tiene derecho a juzgar negativamente, por ejemplo, la visión tanática de una Alejandra Pizarnik. Respetemos que en tiempos de infortunios el poeta no tenga fe en nada, ni en dios, su nihilismo, pues la única fe que se puede pedir a un poeta es la fe en la palabra, en la imaginación, en la fuerza creadora del escritor que, como dijo Vargas Llosa, es como los cuervos, que se alimentan de la carroña.

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