2020-07-31 0 comentarios

Lingüistas

Tras la cerrada ovación que puso término a la sesión plenaria del congreso internacional de lingüística y afines, la hermosa taquígrafa recogió sus lápices y sus papeles y se dirigió a la salida abriéndose paso entre un centenar de lingüistas, filólogos, eniólogos, críticos estructuralistas y deconstruccionalistas, todos los cuales siguieron su barboso desplazamiento con una admiración rallana en la grosemática. De pronto, las diversas acuñaciones cerebrales adquirieron vigencia fónica: ¡Qué sintagma, qué polisemia, qué significante, qué diacronía, qué centrar ceterorum, qué zungespitze, qué morfema! La hermosa taquígrafa desfiló impertérrita y adusta entre aquella selva de fonemas. Solo se la vio sonreír, halagada y, tal vez, vulnerable, cuando el joven ordenanza, antes de abrirle la puerta, murmuró casi en su oído: ¡Cosita linda!
—Mario Benedetti


2020-07-30 0 comentarios

El zorro es más sabio

Un día que el Zorro estaba muy aburrido y hasta cierto punto melancólico y sin dinero, decidió convertirse en escritor, cosa a la cual se dedicó inmediatamente, pues odiaba ese tipo de personas que dice voy a hacer esto o lo otro y nunca lo hacen.
Su primer libro resultó muy bueno, un éxito; todo el mundo lo aplaudió, y pronto fue traducido (a veces no muy bien) a los más diversos idiomas.
El segundo fue todavía mejor que el primero, y varios profesores norteamericanos de lo más granado del mundo académico de aquellos remotos días lo comentaron con entusiasmo y aun escribieron libros sobre los libros que hablaban de los libros del Zorro. Desde ese momento el Zorro se dio con razón satisfecho, y pasaron los años y no publicaba otra cosa. Pero los demás empezaron a murmurar y a repetir “¿Qué pasa con el Zorro?”, y cuando lo encontraban en los cócteles puntualmente se le acercaban a decirle tiene usted que publicar más.
-Pero si ya he publicado dos libros -respondía él con cansancio.
-Y muy buenos -le contestaban-; por eso mismo tiene usted que publicar otro.
El Zorro no lo decía, pero pensaba: “En realidad lo que estos quieren es que yo publique un libro malo; pero como soy el Zorro, no lo voy a hacer.”
Y no lo hizo.
—Augusto Monterroso



2020-07-29 0 comentarios

PIGMALIÓN

En la antigua Grecia existió hace mucho tiempo un poeta llamado Pigmalión que se dedicaba a construir estatuas tan perfectas que sólo les faltaba hablar.
Una vez terminadas, él les enseñaba muchas de las cosas que sabía: literatura en general, poesía en particular, un poco de política, otro poco de música y, en fin, algo de hacer bromas y chistes y salir adelante en cualquier conversación.
Cuando el poeta juzgaba que ya estaban preparadas, las contemplaba satisfecho durante unos minutos y como quien no quiere la cosa, sin ordenárselo ni nada, las hacía hablar.
Desde ese instante las estatuas se vestían y se iban a la calle y en la calle o en la casa hablaban sin parar de cuanto hay.
El poeta se complacía en su obra y las dejaba hacer, y cuando venían visitas se callaba discretamente (lo cual le servía de alivio) mientras su estatua entretenía a todos, a veces a costa del poeta mismo, con las anécdotas más graciosas.
Lo bueno era que llegaba un momento en que las estatuas, como suele suceder, se creían mejores que su creador, y comenzaban a maldecir de él.
Discurrían que si ya sabían hablar, ahora sólo les faltaba volar, y empezaban a hacer ensayos con toda clase de alas, inclusive las de cera, desprestigiadas hacía poco en una aventura infortunada.
En ocasiones realizaban un verdadero esfuerzo, se ponían rojas, y lograban elevarse dos o tres centímetros, altura que, por supuesto, las mareaba, pues no estaban hechas para ella.
Algunas, arrepentidas, desistían de ésto y volvían a conformarse con poder hablar y marear a los demás.
Otras, tercas, persistían en su afán, y los griegos que pasaban por allí las imaginaban locas al verlas dar continuamente aquellos saltitos que ellas consideraban vuelo.
Otras más concluían que el poeta era el causante de todos sus males, saltaran o simplemente hablaran, y trataban de sacarle los ojos.
A veces el poeta se cansaba, les daba una patada en el culo, y ellas caían en forma de pequeños trozos de mármol. 
Augusto Monterroso


2020-07-28 0 comentarios

La oveja negra

En un lejano país existió hace muchos años una Oveja negra. Fue fusilada.
Un siglo después, el rebaño arrepentido le levantó una estatua ecuestre que quedó muy bien en el parque.
Así, en lo sucesivo, cada vez que aparecían ovejas negras eran rápidamente pasadas por las armas para que las futuras generaciones de ovejas comunes y corrientes pudieran ejercitarse también en la escultura.
—Augusto Monterroso


2020-07-27 0 comentarios

Algo muy grave va a suceder en este pueblo

—Gabriel García Márquez
Imagínese usted un pueblo muy pequeño donde hay una señora vieja que tiene dos hijos, uno de 17 y una hija de 14. Está sirviéndoles el desayuno y tiene una expresión de preocupación. Los hijos le preguntan qué le pasa y ella les responde:
—No sé, pero he amanecido con el presentimiento de que algo muy grave va a sucederle a este pueblo.
Ellos se ríen de la madre. Dicen que esos son presentimientos de vieja, cosas que pasan. El hijo se va a jugar al billar, y en el momento en que va a tirar una carambola sencillísima, el otro jugador le dice:
—Te apuesto un peso a que no la haces.
Todos se ríen. Él se ríe. Tira la carambola y no la hace. Paga su peso y todos le preguntan qué pasó, si era una carambola sencilla. Contesta:
—Es cierto, pero me ha quedado la preocupación de una cosa que me dijo mi madre esta mañana sobre algo grave que va a suceder a este pueblo.
Todos se ríen de él, y el que se ha ganado su peso regresa a su casa, donde está con su mamá o una nieta o en fin, cualquier pariente. Feliz con su peso, dice:
—Le gané este peso a Dámaso en la forma más sencilla porque es un tonto.
—¿Y por qué es un tonto?
—Hombre, porque no pudo hacer una carambola sencillísima estorbado con la idea de que su mamá amaneció hoy con la idea de que algo muy grave va a suceder en este pueblo.
Entonces le dice su madre:
—No te burles de los presentimientos de los viejos porque a veces salen.
La pariente lo oye y va a comprar carne. Ella le dice al carnicero:
—Véndame una libra de carne —y en el momento que se la están cortando, agrega—: Mejor véndame dos, porque andan diciendo que algo grave va a pasar y lo mejor es estar preparado.
El carnicero despacha su carne y cuando llega otra señora a comprar una libra de carne, le dice:
—Lleve dos porque hasta aquí llega la gente diciendo que algo muy grave va a pasar, y se están preparando y comprando cosas.
Entonces la vieja responde:
—Tengo varios hijos, mire, mejor deme cuatro libras.
Se lleva las cuatro libras; y para no hacer largo el cuento, diré que el carnicero en media hora agota la carne, mata otra vaca, se vende toda y se va esparciendo el rumor. Llega el momento en que todo el mundo, en el pueblo, está esperando que pase algo. Se paralizan las actividades y de pronto, a las dos de la tarde, hace calor como siempre. Alguien dice:
—¿Se ha dado cuenta del calor que está haciendo?
—¡Pero si en este pueblo siempre ha hecho calor!
(Tanto calor que es pueblo donde los músicos tenían instrumentos remendados con brea y tocaban siempre a la sombra porque si tocaban al sol se les caían a pedazos.)
—Sin embargo —dice uno—, a esta hora nunca ha hecho tanto calor.
—Pero a las dos de la tarde es cuando hay más calor.
—Sí, pero no tanto calor como ahora.
Al pueblo desierto, a la plaza desierta, baja de pronto un pajarito y se corre la voz:
—Hay un pajarito en la plaza.
Y viene todo el mundo, espantado, a ver el pajarito.
—Pero señores, siempre ha habido pajaritos que bajan.
—Sí, pero nunca a esta hora.
Llega un momento de tal tensión para los habitantes del pueblo, que todos están desesperados por irse y no tienen el valor de hacerlo.
—Yo sí soy muy macho —grita uno—. Yo me voy.
Agarra sus muebles, sus hijos, sus animales, los mete en una carreta y atraviesa la calle central donde está el pobre pueblo viéndolo. Hasta el momento en que dicen:
—Si éste se atreve, pues nosotros también nos vamos.
Y empiezan a desmantelar literalmente el pueblo. Se llevan las cosas, los animales, todo.
Y uno de los últimos que abandona el pueblo, dice:
—Que no venga la desgracia a caer sobre lo que queda de nuestra casa
—y entonces la incendia y otros incendian también sus casas.
Huyen en un tremendo y verdadero pánico, como en un éxodo de guerra, y en medio de ellos va la señora que tuvo el presagio, clamando:
—Yo dije que algo muy grave iba a pasar, y me dijeron que estaba loca.


2020-07-26 0 comentarios

María Dos Prazeres

—Gabriel García Márquez
Doce cuentos peregrinos (1992)
(Aracataca, Colombia 1928 - México DF, 2014)
         El hombre de la agencia funeraria llegó tan puntual, que María dos Prazeres estaba todavía en bata de baño y con la cabeza llena de tubos lanzadores, y apenas si tuvo tiempo de ponerse una rosa roja en la oreja para no parecer tan indeseable como se sentía. Se lamentó aún más de su estado cuando abrió la puerta y vio que no era un notario lúgubre, como ella suponía que debían ser los comerciantes de la muerte, sino un joven tímido con una chaqueta a cuadros y una corbata con pájaros de colores. No llevaba abrigo, a pesar de la primavera incierta de Barcelona, cuya llovizna de vientos sesgados la hacía casi siempre menos tolerable que el invierno. María dos Prazeres, que había recibido a tantos hombres a cualquier hora, se sintió avergonzada como muy pocas veces. Acababa de cumplir setenta y seis años y estaba convencida de que se iba a morir antes de Cavidad, y aun así estuvo a punto de cerrar la puerta y pedirle al vendedor de entierros que esperara un instante mientras se vestía para recibirlo de acuerdo con sus méritos. Pero luego pensó que se iba a helar en el rellano oscuro, y lo hizo pasar adelante.
         —Perdóneme esta facha de murciélago —dijo—pero llevo más de cincuenta años en Catalunya, y es la primera vez que alguien llega a la hora anunciada.
         Hablaba un catalán perfecto con una pureza un poco arcaica, aunque todavía se le notaba la música de su portugués olvidado. A pesar de sus años y con sus bucles de alambre seguía siendo una mulata esbelta y vivaz, de cabello duro y ojos amarillos y encarnizados, y hacía ya mucho tiempo que había perdido la compasión por los hombres. El vendedor, deslumbrado aún por la claridad de la calle, no hizo ningún comentario sino que se limpió la suela de los zapatos en la esterilla de yute y le besó la mano con una reverencia.
         —Eres un hombre como los de mis tiempos —dijo María dos Prazeres con una carcajada de granizo—. Siéntate.
         Aunque era nuevo en el oficio, él lo conocía bastante bien para no esperar aquella recepción festiva a las ocho de la mañana, y menos de una anciana sin misericordia que a primera vista le pareció una loca fugitiva de las Américas. Así que permaneció a un paso de la puerta sin saber qué decir, mientras María dos Prazeres descorría las gruesas cortinas de peluche de las ventanas. El tenue resplandor de abril iluminó apenas el ámbito meticuloso de la sala que más bien parecía la vitrina de un anticuario. Eran cosas de uso cotidiano, ni una más ni una menos, y cada una parecía puesta en su espacio natural, y con un gusto tan certero que habría sido difícil encontrar otra casa mejor servida aun en una ciudad tan antigua y secreta como Barcelona.
         —Perdóneme —dijo—. Me he equivocado de puerta.
         —Ojalá —dijo ella—, pero la muerte no se equivoca.
         El vendedor abrió sobre la mesa del comedor un gráfico con muchos pliegues como una carta de marear con parcelas de colores diversos y numerosas cruces y cifras en cada color. María dos Prazeres comprendió que era el plano completo del inmenso panteón de Montjuich, y se acordó con un horror muy antiguo del cementerio de Manaos bajo los aguaceros de octubre, donde chapaleaban los tapires entre túmulos sin nombres y mausoleos de aventureros con vitrales florentinos. Una mañana, siendo muy niña, el Amazonas desbordado amaneció convertido en una ciénaga nauseabunda, y ella había visto los ataúdes rotos flotando en el patio de su casa con pedazos de trapos y cabellos de muertos en las grietas. Aquel recuerdo era la causa de que hubiera elegido el cerro de Montjuich para descansar en paz, y no el pequeño cementerio de San Gervasio, tan cercano y familiar.
         —Quiero un lugar donde nunca lleguen las aguas —dijo.
         —Pues aquí es —dijo el vendedor, indicando el sitio en el mapa con un puntero extensible que llevaba en el bolsillo como una estilográfica de acero—No hay mar que suba tanto.
         Ella se orientó en el tablero de colores hasta encontrar la entrada principal, donde estaban las tres tumbas contiguas, idénticas y sin nombres donde yacían Buenaventura Durruti y otros dos dirigentes anarquistas muertos en la Guerra Civil. Todas las noches alguien escribía los nombres sobre las lápidas en blanco. Los escribían con lápiz, con pintura, con carbón, con creyón de cejas o esmalte de uñas, con todas sus letras y en el orden correcto, y todas las mañanas los celadores los borraban para que nadie supiera quién era quién bajo los mármoles mudos. María dos Prazeres había asistido al entierro de Durruti, el más triste y tumultuoso de cuantos hubo jamás en Barcelona, y quería reposar cerca de su tumba. Pero no había ninguna disponible en el vasto panteón sobrepoblado. De modo que se resignó a lo posible. «Con la condición —dijo—de que no me vayan a meter en una de esas gavetas de cinco años donde una queda como en el correo». Luego, recordando de pronto el requisito esencial, concluyó:
         —Y sobre todo, que me entierren acostada.
         En efecto, como réplica a la ruidosa promoción de tumbas vendidas con cuotas anticipadas, circulaba el rumor de que se estaban haciendo enterramientos verticales para economizar espacio. El vendedor explicó, con la precisión de un discurso aprendido de memoria, y muchas veces repetido, que esa versión era un infundio perverso de las empresas funerarias tradicionales para desacreditar la novedosa promoción de las tumbas a plazos. Mientras lo explicaba llamaron a la puerta con tres golpecitos discretos, y él hizo una pausa incierta, pero María dos Prazeres le indicó que siguiera.
         —No se preocupe —dijo en voz muy baja—. Es el Noi.
         El vendedor retomó el hilo, y María dos Prazeres quedó satisfecha con la explicación. Sin embargo, antes de abrir la puerta quiso hacer una síntesis final de un pensamiento que había madurado en su corazón durante muchos años, y hasta en sus pormenores más íntimos, desde la legendaria creciente de Manaos.
         —Lo que quiero decir —dijo—es que busco un lugar donde esté acostada bajo la tierra, sin riesgos de inundaciones y si es posible a la sombra de los árboles en verano, y donde no me vayan a sacar después de cierto tiempo para tirarme en la basura.
         Abrió la puerta de la calle y entró un perrito de aguas empapado por la llovizna, y con un talante de perdulario que no tenía nada que ver con el resto de la casa.
         Regresaba del paseo matinal por el vecindario, y al entrar padeció un arrebato de alborozo. Saltó sobre la mesa ladrando sin sentido y estuvo a punto de estropear el plano del cementerio con las patas sucias de barro. Una sola mirada de la dueña bastó para moderar sus ímpetus.
         —¡Noi! —le dijo sin gritar—. ¡Baixa d'ací!
         El animal se encogió, la miró asustado, y un par de lágrimas nítidas resbalaron por su hocico. Entonces María dos Prazeres volvió a ocuparse del vendedor, y lo encontró perplejo.
         —¡Collons!, —exclamó él—. ¡Ha llorado!
         —Es que está alborotado por encontrar alguien aquí a esta hora —lo disculpó María dos Prazeres en voz baja—. En general, entra en la casa con más cuidado que los hombres. Salvo tú, como ya he visto.
         —¡Pero ha llorado, cono! —repitió el vendedor y enseguida cayó en la cuenta de su incorrección y se excusó ruborizado—: Usted perdone, pero es que esto no se ha visto ni en el cine.
         —Todos los perros pueden hacerlo si los enseñan —dijo ella—. Lo que pasa es que los dueños se pasan la vida educándolos con hábitos que los hacen sufrir, como comer en platos o hacer sus porquerías a sus horas y en el mismo sitio. Y en cambio no les enseñan las cosas naturales que les gustan, como reír y llorar. ¿Por dónde íbamos?
         Faltaba muy poco. María dos Prazeres tuvo que resignarse también a los veranos sin árboles, porque los únicos que había en el cementerio tenían las sombras reservadas para los jerarcas del régimen. En cambio, las condiciones y las fórmulas del contrato eran superfluas, porque ella quería beneficiarse del descuento por el pago anticipado y en efectivo.
         Sólo cuando habían terminado, y mientras guardaba otra vez los papeles en la cartera, el vendedor examinó la casa con una mirada consciente y lo estremeció el aliento mágico de su belleza. Volvió a mirar a María dos Prazeres como si fuera por primera vez.
         —¿Puedo hacerle una pregunta indiscreta? —preguntó él.
         Ella lo dirigió hacia la puerta.
         —Por supuesto —le dijo—, siempre que no sea la edad.
         —Tengo la manía de adivinar el oficio de la gente por las cosas que hay en su casa, y la verdad es que aquí no acierto —dijo él—. ¿Qué hace usted? María dos Prazeres le contestó muerta de risa:
         —Soy puta, hijo. ¿O es que ya no se me nota? El vendedor enrojeció.
         —Lo siento.
         —Más debía sentirlo yo —dijo ella, tomándolo del brazo para impedir que se descalabrara contra la puerta—. ¡Y ten cuidado! No te rompas la crisma antes de dejarme bien enterrada.
         Tan pronto como cerró la puerta cargó el perrito y empezó a mimarlo, y se sumó con su hermosa voz africana a los coros infantiles que en aquel momento empezaron a oírse en el parvulario vecino. Tres meses antes había tenido en sueños la revelación de que iba a morir, y desde entonces se sintió más ligada que nunca a aquella criatura de su soledad. Había previsto con tanto cuidado la repartición póstuma de sus cosas y el destino de su cuerpo, que en ese instante hubiera podido morirse sin estorbar a nadie. Se había retirado por voluntad propia con una fortuna atesorada piedra sobre piedra pero sin sacrificios demasiado amargos, y había escogido como refugio final el muy antiguo y noble pueblo de Gracia, ya digerido por la expansión de la ciudad. Había comprado el entresuelo en ruinas, siempre oloroso a arenques ahumados, cuyas paredes carcomidas por el salitre conservaban todavía los impactos de algún combate sin gloria. No había portero, y en las escaleras húmedas y tenebrosas faltaban algunos peldaños, aunque todos los pisos estaban ocupados. María dos Prazeres hizo renovar el baño y la cocina, forró las paredes con colgaduras de colores alegres y puso vidrios biselados y cortinas de terciopelo en las ventanas. Por último llevó los muebles primorosos, las cosas de servicio y decoración y los arcenes de sedas y brocados que los fascistas robaban de las residencias abandonadas por los republicanos en la estampida de la derrota, y que ella había ido comprando poco a poco, durante muchos años, a precios de ocasión y en remates secretos. El único vínculo que le quedó con el pasado fue su amistad con el conde de Cardona, que siguió visitándola el último viernes de cada mes para cenar con ella y hacer un lánguido amor de sobremesa. Pero aun aquella amistad de la juventud se mantuvo en reserva, pues el conde dejaba el automóvil con sus insignias heráldicas a una distancia más que prudente, y se llegaba hasta su entresuelo caminando por la sombra, tanto por proteger la honra de ella como la suya propia. María dos Prazeres no conocía a nadie en el edificio, salvo en la puerta de enfrente, donde vivía desde hacía poco una pareja muy joven con una niña de nueve años. Le parecía increíble, pero era cierto, que nunca se hubiera cruzado con nadie más en las escaleras.
         Sin embargo, la repartición de su herencia le demostró que estaba más implantada de lo que ella misma suponía en aquella comunidad de catalanes crudos cuya honra nacional se fundaba en el pudor. Hasta las baratijas más insignificantes las había repartido entre la gente que estaba más cerca de su corazón, que era la que estaba más cerca de su casa. Al final no se sentía muy convencida de haber sido justa, pero en cambio estaba segura de no haberse olvidado de nadie que no lo mereciera. Fue un acto preparado con tanto rigor que el notario de la calle del Árbol, que se preciaba de haberlo visto todo, no podía darle crédito a sus ojos cuando la vio dictando de memoria a sus amanuenses la lista minuciosa de sus bienes, con el nombre preciso de cada cosa en catalán medieval, y la lista completa de los herederos con sus oficios y direcciones, y el lugar que ocupaban en su corazón.
         Después de la visita del vendedor de entierros terminó por convertirse en uno más de los numerosos visitantes dominicales del cementerio. Al igual que sus vecinos de tumba sembró flores de cuatro estaciones en los canteros, regaba el césped recién nacido y lo igualaba con tijera de podar hasta dejarlo como las alfombras de la alcaldía, y se familiarizó tanto con el lugar que terminó por no entender cómo fue que al principio le pareció tan desolado.
         En su primera visita, el corazón le había dado un salto cuando vio junto al portal las tres tumbas sin nombres, pero no se detuvo siquiera a mirarlas, porque a pocos pasos de ella estaba el vigilante insomne. Pero el tercer domingo aprovechó un descuido para cumplir uno más de sus grandes sueños, y con el carmín de labios escribió en la primera lápida lavada por la lluvia: Durruú. Desde entonces, siempre que pudo volvió a hacerlo, a veces en una tumba, en dos o en las tres, y siempre con el pulso firme y el corazón alborotado por la nostalgia.
         Un domingo de fines de septiembre presenció el primer entierro en la colina. Tres semanas después, una tarde de vientos helados, enterraron a una joven recién casada en la tumba vecina de la suya. A fin de año, siete parcelas estaban ocupadas, pero el invierno efímero pasó sin alterarla. No sentía malestar alguno, y a medida que aumentaba el calor y entraba el ruido torrencial de la vida por las ventanas abiertas se encontraba con más ánimos para sobrevivir a los enigmas de sus sueños. El conde de Cardona que pasaba en la montaña los meses de más calor la encontró a su regreso más atractiva aún que en su sorprendente juventud de los cincuenta años.
         Al cabo de muchas tentativas frustradas, María dos Prazeres consiguió que Noi distinguiera su tumba en la extensa colina de tumbas iguales. Luego se empeñó en enseñarlo a llorar sobre la sepultura vacía para que siguiera haciéndolo por costumbre después de su muerte. Lo llevó varias veces a pie desde su casa hasta el cementerio, indicándole puntos de referencia para que memorizara la ruta del autobús de las Ramblas, hasta que lo sintió bastante diestro para mandarlo solo.
         El domingo del ensayo final, a las tres de la tarde, le quitó el chaleco de primavera, en parte porque el verano era inminente y en parte para que llamara menos la atención, y lo dejó a su albedrío. Lo vio alejarse por la acera de sombra con un trote ligero y el culito apretado y triste bajo la cola alborotada, y logró a duras penas reprimir los deseos de llorar, por ella y por él, y por tantos y tan amargos años de ilusiones comunes, hasta que lo vio doblar hacia el mar por la esquina de la Calle Mayor. Quince minutos más tarde subió en el autobús de las Ramblas en la vecina Plaza de Lesseps, tratando de verlo sin ser vista desde la ventana, y en efecto lo vio entre las parvadas de niños dominicales, lejano y serio, esperando el cambio del semáforo de peatones del Paseo de Gracia.
         «Dios mío», suspiró.
         «Qué solo se ve».
         Tuvo que esperarlo casi dos horas bajo el sol brutal de Montjuich. Saludó a varios dolientes de otros domingos menos memorables, aunque apenas sí los reconoció, pues había pasado tanto tiempo desde que los vio por primera vez, que ya no llevaban ropas de luto, ni lloraban, y ponían las flores sobre las tumbas sin pensar en sus muertos. Poco después, cuando se fueron todos, oyó un bramido lúgubre que espantó a las gaviotas, y vio en el mar inmenso un trasatlántico blanco con la bandera del Brasil, y deseó con toda su alma que le trajera una carta de alguien que hubiera muerto por ella en la cárcel de Pernambuco. Poco después de las cinco, con doce minutos de adelanto, apareció el Noi en la colina, babeando de fatiga y de calor, pero con unas ínfulas de niño triunfal. En aquel instante, María dos Prazeres superó el terror de no tener a nadie que llorara sobre su tumba.
         Fue en el otoño siguiente cuando empezó a percibir signos aciagos que no lograba descifrar, pero que le aumentaron el peso del corazón. Volvió a tomar el café bajo las acacias doradas de la Plaza del Reloj con el abrigo de cuello de colas de zorros y el sombrero con adorno de flores artificiales que de tanto ser antiguo había vuelto a ponerse de moda. Agudizó el instinto. Tratando de explicarse su propia ansiedad escudriñó la cháchara de las vendedoras de pájaros de las Ramblas, los susurros de los hombres en los puestos de libros que por primera vez muchos años no hablaban de fútbol, los hondos vicios de los lisiados de guerra que les echaban ajas de pan a las palomas, y en todas partes entró señales inequívocas de la muerte. En Navidad se encendieron las luces de colores entre las acacias, y salían músicas y voces de júbilo por los balcones, y una muchedumbre de turistas ajenos a nuestro destino invadieron los cafés al aire libre, pero dentro de la fiesta se sentía la misma tensión reprimida que precedió a los tiempos en que los anarquistas se hicieron dueños de la calle. María dos Prazeres, que había vivido aquella época de grandes pasiones, no conseguía dominar la inquietud, y por primera vez fue despertada en mitad del sueño por zarpazos de pavor. Una noche, agentes de la Seguridad del Estado asesinaron a tiros frente a su ventana un estudiante que había escrito a brocha gorda en el muro: Visca Catalunya lliure.
         ¡Dios mío —se dijo asombrada—es como si todo se estuviera muriendo conmigo!»
         Sólo había conocido una ansiedad semejante siendo muy niña en Manaos, un minuto antes del amanecer, cuando los ruidos numerosos de la noche cesaban de pronto, las aguas se detenían, el tiempo titubeaba, y la selva amazónica se sumergía en un silenció abismal que sólo podía ser igual al de la muerte. En medio de aquella tensión irresistible, el 10 viernes de abril, como siempre, el conde de Cardona fue a cenar en su casa.
         La visita se había convertido en un rito. El conde llegaba puntual entre las siete y las nueve de la noche con una botella de champaña del país envuelta en el periódico de la tarde para que se notara menos, y una caja de trufas rellenas. María dos Prazeres le preparaba canelones gratinados y un pollo tierno en su jugo, que eran los platos favoritos de los catalanes de alcurnia de sus buenos tiempos, y una fuente surtida de frutas de la estación. Mientras ella hacía la cocina, el conde escuchaba en el gramófono fragmentos de óperas italianas en versiones históricas, tomando a sorbos lentos una copita de oporto que le duraba hasta el final de los discos.
         Después de la cena, larga y bien conversada, hacían de memoria un amor sedentario que les dejaba a ambos un sedimento de desastre. Antes de irse, siempre azorado por la inminencia de la media noche, el conde dejaba veinticinco pesetas debajo del cenicero del dormitorio. Ese era el precio de María dos Prazeres cuando él la conoció en un hotel de paso del Paralelo, y era lo único que el óxido del tiempo había dejado intacto.
         Ninguno de los dos se había preguntado nunca en qué se fundaba esa amistad. María dos Prazeres le debía a él algunos favores fáciles. Él le daba consejos oportunos para el buen manejo de sus ahorros, le había enseñado a distinguir el valor real de sus reliquias, y el modo de tenerlas para que no se descubriera que eran cosas robadas. Pero sobre todo, fue él quien le indicó el camino de una vejez decente en el barrio de Gracia, cuando en su burdel de toda la vida la declararon demasiado usada para los gustos modernos, y quisieron mandarla a una casa de jubiladas clandestinas que por cinco pesetas les enseñaban a hacer el amor a los niños. Ella le había contado al conde que su madre la vendió a los catorce años en el puerto de Manaos, y que el primer oficial de un barco turco la disfrutó sin piedad durante la travesía del Atlántico, y luego la dejó abandonada sin dinero, sin idioma y sin nombre, en la ciénaga de luces del Paralelo. Ambos eran conscientes de tener tan pocas cosas en común que nunca se sentían más solos que cuando estaban juntos, pero ninguno de los dos se había atrevido a lastimar los cantos de la costumbre. Necesitaron de una conmoción nacional para darse cuenta, ambos al mismo tiempo, de cuánto se habían odiado, y con cuánta ternura, durante tantos años.
         Fue una deflagración. El conde de Cardona estaba escuchando el dueto de amor de La Bohéme, cantado por Licia Albanese y Bemamino Gigli, cuando le llegó una ráfaga casual de las noticias de radio que María dos Prazeres escuchaba en la cocina. Se acercó en puntillas y también él escuchó. El general Francisco Franco, dictador eterno de España, había asumido la responsabilidad de decidir el destino final de tres separatistas vascos que acababan de ser condenados a muerte. El conde exhaló un suspiro alivio.
         —Entonces los fusilarán sin remedio —dijo—, porque el Caudillo es un hombre justo.
         María dos Prazeres fijó en él sus ardientes ojos de cobra real, y vio sus pupilas sin pasión detrás de las antiparras de oro, los dientes de rapiña, las manos híbridas de animal acostumbrado a la humedad y las tinieblas. Tal como era.
         —Pues ruégale a Dios que no —dijo—, porque con uno solo que fusilen yo te echaré veneno en la sopa.
         El Conde se asustó.
         —¿Y eso por qué?
         —Porque yo también soy una puta justa.
         El conde de Cardona no volvió jamás, y María dos Prazeres tuvo la certidumbre de que el último ciclo de su vida acababa de cerrarse. Hasta hacía poco, en efecto, le indignaba que le cedieran el asiento en los autobuses, que trataran de ayudarla a cruzar la calle, que la tomaran del brazo para subir las escaleras, pero había terminado no sólo por admitirlo sino inclusive por desearlo como una necesidad detestable. Entonces mandó a hacer una lápida de anarquista, sin nombre ni fechas, y empezó a dormir sin pasar los cerrojos de la puerta para que el Noi pudiera salir con la noticia si ella muriera durante el sueño.
         Un domingo, al entrar en su casa de regreso del cementerio, se encontró en el rellano de la escalera con la niña que vivía en la puerta de enfrente. La acompañó varias cuadras, hablándole de todo con un candor de abuela, mientras la veía retozar con el Noi como viejos amigos. En la Plaza del Diamante, tal como lo tenía previsto, la invitó a un helado.
         —¿Te gustan los perros? —le preguntó.
         —Me encantan —dijo la niña. Entonces María dos Prazeres le hizo la propuesta que tenía preparada desde hacía mucho tiempo.
         —Si alguna vez me sucediera algo, hazte cargo del Noi —le dijo—con la única condición de que lo dejes libre los domingos sin preocuparte de nada Él sabrá lo que hace.
         La niña quedó feliz. María dos Prazeres, a su vez, regresó a casa con el júbilo de haber vivido un sueño madurado durante años en su corazón. Sin embargo, no fue por el cansancio de la vejez ni por la demora de la muerte que aquel sueño no se cumplió. Ni siquiera fue una decisión propia. La vida la había tomado por ella una tarde glacial de noviembre en que se precipitó una tormenta súbita cuando salía del cementerio. Había escrito los nombres en las tres lápidas y bajaba a pie hacia la estación de autobuses cuando quedó empapada por completo por las primeras ráfagas de lluvia. Apenas sí tuvo tiempo de guarecerse en los portales de un barrio desierto que parecía de otra ciudad, con bodegas en ruinas y fábricas polvorientas, y enormes furgones de carga que hacían más pavoroso el estrépito de la tormenta.
         Mientras trataba de calentar con su cuerpo el perrito ensopado, María dos Prazeres veía pasar los autobuses repletos, veía pasar los taxis vacíos con la bandera apagada, pero nadie prestaba atención a sus señas de náufrago. De pronto, cuando ya parecía imposible hasta un milagro, un automóvil suntuoso de color del acero crepuscular pasó casi sin ruido por la calle inundada, se paró de golpe en la esquina y regresó en reversa hasta donde ella estaba. Los cristales descendieron por un soplo mágico, y el conductor se ofreció para llevarla.
         —Voy muy lejos —dijo María dos Prazeres con sinceridad—. Pero me haría un gran favor si me acerca un poco.
         —Dígame adonde va —insistió él.
         —A Gracia —dijo ella. s La puerta se abrió sin tocarla.
         —Es mi rumbo —dijo él—. Suba. ' En el interior oloroso a medicina refrigerada, la lluvia se convirtió en un percance irreal, la ciudad cambió de color, y ella se sintió en un mundo ajeno y feliz donde todo estaba resuelto de antemano. El conductor se abría paso a través del desorden del tránsito con una fluidez que tenía algo de magia. María dos Prazeres estaba intimidada, no sólo por su propia miseria sino también por la del perrito de lástima que dormía en su regazo.
         —Esto es un trasatlántico —dijo, porque sintió que tenía que decir algo digno—
         Nunca había visto nada igual, ni siquiera en sueños.
         —En realidad, lo único malo que tiene es que no es mío —dijo él, en un catalán difícil, y después de una pausa agregó en castellano—: El sueldo de toda la vida no me alcanzaría para comprarlo.
         —Me lo imagino —suspiró ella.
         Lo examinó de soslayo, iluminado de verde por el resplandor del tablero de mandos, y vio que era casi un adolescente, con el cabello rizado y corto, y un perfil de bronce romano. Pensó que no era bello, pero que tenía un encanto distinto, que le sentaba muy bien la chaqueta de cuero barato gastada por el uso, y que su madre debía ser muy feliz cuando lo sentía volver a casa. Sólo por sus manos de labriego se podía creer que de veras no era el dueño del automóvil.
         No volvieron a hablar en todo el trayecto, pero también María dos Prazeres se sintió examinada de soslayo varias veces, y una vez más se dolió de seguir viva a su edad. Se sintió fea y compadecida, con la pañoleta de cocina que se había puesto en la cabeza de cualquier modo cuando empezó a llover, y el deplorable abrigo de otoño que no se le había ocurrido cambiar por estar pensando en la muerte.
         Cuando llegaron al barrio de Gracia había empezado a escampar, era de noche y estaban encendidas las luces de la calle. María dos Prazeres le indicó a su conductor que la dejara en una esquina cercana, pero él insistió en llevarla hasta la puerta de la casa, y no sólo lo hizo sino que estacionó sobre el andén para que pudiera descender sin mojarse. Ella soltó el perrito, trató de salir del automóvil con tanta dignidad como el cuerpo se lo permitiera, y cuando se volvió para dar las gracias se encontró con una mirada de hombre que la dejó sin aliento. La sostuvo por un instante, sin entender muy bien quién esperaba qué, ni de quién, y entonces él le pregunto con una voz resuelta:
         —¿Subo?
         María dos Prazeres se sintió humillada.
         —Le agradezco mucho el favor de traerme —dijo—, pero no le permito que se burle de mí.
         —No tengo ningún motivo para burlarme de nadie —dijo él en castellano con una seriedad terminante—. Y mucho menos de una mujer como usted.
         María dos Prazeres había conocido muchos hombres como ése, había salvado del suicidio a muchos otros más atrevidos que ése, pero nunca en su larga vida había tenido tanto miedo de decidir. Lo oyó insistir sin el menor indicio de cambio en la voz:
         —¿Subo?
         Ella se alejó sin cerrar la puerta del automóvil, y le contestó en castellano para estar segura de ser entendida.
         —Haga lo que quiera.
         Entró en el zaguán apenas iluminado por el resplandor oblicuo de la calle, y empezó a subir el primer tramo de la escalera con las rodillas trémulas, sofocada por un pavor que sólo hubiera creído posible en el momento de morir. Cuando se detuvo frente a la puerta del entresuelo, temblando de ansiedad por encontrar las llaves en el bolsillo, oyó los dos portazos sucesivos del automóvil en la calle. Noi, que se le había adelantado, trató de ladrar. «Cállate», le ordenó con un susurro agónico. Casi enseguida sintió los primeros pasos en los peldaños sueltos de la escalera y temió que se le fuera a reventar el corazón. En una fracción de segundo volvió a examinar por completo el sueño premonitorio que le había cambiado la vida durante tres años, y comprendió el error de su interpretación.
         «Dios mío», se dijo asombrada. «¡De modo que no era la muerte!»
         Encontró por fin la cerradura, oyendo los pasos contados en la oscuridad, oyendo la respiración creciente de alguien que se acercaba tan asustado como ella en la oscuridad, y entonces comprendió que había valido la pena esperar tantos y tantos años, y haber sufrido tanto en la oscuridad, aunque sólo hubiera sido para vivir aquel instante.
         Mayo, 1979


2020-07-24 0 comentarios

Paseo nocturno

Rubem Fonseca
Llegué a la casa cargando la carpeta llena de papeles, relatorios, estudios, investigaciones, propuestas, contratos. Mi mujer, jugando solitario en la cama, un vaso de whisky en el velador, dijo, sin sacar lo ojos de las cartas, estás con un aire de cansado. Los sonidos de la casa: mi hija en su dormitorio practicando impostación de la voz, la música cuadrafónica del dormitorio de mi hijo. ¿No vas a soltar ese maletín?, preguntó mi mujer, sácate esa ropa, bebe un whisky, necesitas relajarte.
Fui a la biblioteca, el lugar de la casa donde me gustaba estar aislado, y como siempre no hice nada. Abrí el volumen de pesquisas sobre la mesa, no veía las letras ni los números, yo apenas esperaba. Tú no paras de trabajar, apuesto a que tus socios no trabajan ni la mitad y ganan la misma cosa, entró mi mujer en la sala con un vaso en la mano, ¿ya puedo mandar a servir la comida?
La empleada servía a la francesa, mis hijos habían crecido, mi mujer y yo estábamos gordos. Es aquel vino que te gusta, ella hace un chasquido con placer. Mi hijo me pidió dinero cuando estábamos en el cafecito, mi hija me pidió dinero en la hora del licor. Mi mujer no pidió nada: teníamos una cuenta bancaria conjunta.
¿Vamos a dar una vuelta en el auto? Invité. Yo sabía que ella no iba, era la hora de la teleserie. No sé qué gracia tiene pasear en auto todas las noches, también ese auto costó una fortuna, tiene que ser usado, yo soy la que se apega menos a los bienes materiales, respondió mi mujer.
Los autos de los niños bloqueaban la puerta del garaje, impidiendo que yo sacase el mío. Saqué los autos de los dos, los dejé en la calle, saqué el mío y lo dejé en la calle, puse los dos carros nuevamente en el garaje, cerré la puerta, todas esas maniobras me dejaron levemente irritado, pero al ver los parachoques salientes de mi auto, el refuerzo especial doble de acero cromado, sentí que mi corazón batía rápido de euforia. Metí la llave en la ignición, era un motor poderoso que generaba su fuerza en silencio, escondido en el capó aerodinámico. Salí, como siempre sin saber para dónde ir, tenía que ser una calle desierta, en esta ciudad que tiene más gente que moscas. En la Avenida Brasil, allí no podía ser, mucho movimiento. Llegué a una calle mal iluminada, llena de árboles oscuros, el lugar ideal. ¿Hombre o mujer?, realmente no había gran diferencia, pero no aparecía nadie en condiciones, comencé a quedar un poco tenso, eso siempre sucedía, hasta me gustaba, el alivio era mayor. Entonces vi a la mujer, podía ser ella, aunque una mujer fuese menos emocionante, por ser más fácil. Ella caminaba apresuradamente, llevaba un bulto de papel ordinario, cosas de la panadería o de la verdulería, estaba de falda y blusa, andaba rápido, había árboles en la acera, de veinte en veinte metros, un interesante problema que exigía una dosis de pericia. Apagué las luces del auto y aceleré. Ella solo se dio cuenta de que yo iba encima de ella cuando escuchó el sonido del caucho de los neumáticos pegando en la cuneta. Le di a la mujer arriba de las rodillas, bien al medio de las dos piernas, un poco más sobre la izquierda, un golpe perfecto, escuché el ruido del impacto partiendo los dos huesazos, desvié rápido a la izquierda, un golpe perfecto, pasé como un cohete cerca de un árbol y me deslicé con los neumáticos cantando, de vuelta al asfalto. Motor bueno, el mío, iba de cero a cien kilómetros en once segundos. Incluso pude ver el cuerpo todo descoyuntado de la mujer que había ido a parar, rojizo, encima de un muro, de esos bajitos de casa de suburbio.
Examiné el auto en el garaje. Con orgullo pasé la mano suavemente por el guardabarros, los parachoques sin marca. Pocas personas, en el mundo entero, igualaban mi habilidad en el uso de esas máquinas.
La familia estaba viendo televisión. ¿Ya diste tu paseíto, ahora estás más tranquilo?, preguntó mi mujer, acostada en el sofá, mirando fijamente el video. Voy a dormir, buenas noches para todos, respondí, mañana voy a tener un día horrible en la compañía.
“Passeio Noturno“,
Feliz Ano Novo, 1975


2020-07-23 0 comentarios

La ejecución

—Rubem Fonseca
Consigo agarrar a Rubao, acorralándolo contra las cuerdas. El hijo de puta tiene fuerza, se agarra a mí, apoya su rostro en mi rostro para impedir que le dé cabezazos en la cara; estamos abrazados, como dos enamorados, casi inmóviles fuerza contra fuerza, el público empieza a burlarse. Rubao me da un pisotón en el dedo del pie, aflojo, se suelta, me da un rodillazo en el estómago, una patada en la rodilla, un golpe en la cara. Oigo los gritos. El público está cambiando a su favor. Otro bofetón: gritos enloquecidos en el público. No puedo darle importancia a eso, no puedo darle importancia a esos hijos de puta mamones. Intento agarrarlo pero no se deja, quiere pelear de pie, es ágil, su puñetazo es como una coz.
Los cinco minutos más largos de la vida se pasan en un ring de lucha libre. Cuando el round acaba, el primero de cinco por uno de descanso, apenas y puedo llegar a mi esquina. El Príncipe me echa aire con la toalla, Pedro Vaselina me da masajes. Esos putos me están cambiando por él, ¿verdad? Olvida eso, dice Pedro Vaselina. Están con él, ¿o no?, insisto. Sí, dice Pedro Vaselina, no sé qué pasa, siempre se inclinan por la buena pinta, pero hoy no está funcionando la regla. Intento ver a las personas en las gradas, hijos de puta, cornudos, perros, prostitutas, cagones, cobardes, mamones, me dan ganas de sacarme el palo y sacudirlo en sus caras. Cuidado con él, cuando ya no aguantes pasa a su guardia, no intentes como tonto, él tiene fuerzas y está entero, y tú, y tú, eh, ¿anduviste jodiendo ayer? Cada vez que te acierte un golpe en los cuernos no te quedes viendo al público con cara de culo de vaca, ¿que te pasa? ¿Vino a verte tu madre? Ponle atención al sujeto, carajo, no quites la vista de él, olvídate del público, ojo con él, y no te preocupes con las cachetadas, no te va a arrancar un pedazo y no gana nada con eso. Cuando te dio el último golpe y la chusma gozó en el gallinero, hizo tanta faramalla que parecía una puta de la Cinelandia. Es en uno de esos momentos cuando tienes que pegarle. Paciencia, paciencia, ¿oíste?, guarda energías, que te tienen con un pie afuera, dice Pedro Vaselina.
Suena la campana. Estamos en medio del ring. Rubao balancea el tórax frente a mí, los pies plantados, mueve las manos, izquierda enfrente y derecha atrás. Me quedo parado, mirando sus manos. ¡Vap!, la patada me da en el muslo, me le echo encima, ¡plaft!, un golpe en la cara que casi me tira al piso, miro a las gradas, el sonido que viene de ahí parece un chicotazo, soy un animal, qué mierda, si sigo ¡plaft! dando importancia a esos pendejos voy a acabar jodiéndome ¡plaft! – bloquea, bloquea, oigo a Pedro Vaselina – mi cara debe estar hinchada, siento alguna dificultad para ver con el ojo izquierdo – levanto la izquierda – ¡bloquea! – ¡blam! un zurdazo me da en el lado derecho de los cuernos – ¡bloquea! La voz de Pedro Vaselina es fina como la de una mujer – levanto las dos manos – ¡bum! la patada me da en el culo. Rubao gira y de espaldas me atina, me pone el pie en el pescuezo – de las gradas viene el ruido de una ola de mar que rompe en la playa – con un físico como ese vas a acabar en el cine, mujeres, fresas con crema, automóvil, departamento, película en tecnicolor, dinero en el banco, ¿dónde está todo eso?, me echo encima de él con los brazos abiertos, ¡bum! el golpe me tira – Rubao salta sobre mí, ¡va a montarme! – intento huir arrastrándome como lombriz entre las cuerdas – el juez nos separa – me quedo tirado flotando en la burla, inyección de morfina. Gong.
Estoy en mi esquina. Nunca te he visto tan mal, en lo físico y en la técnica, ¿jodiste hoy?, ¿andas tomando? Es la primera vez que un luchador de nuestra academia huye por debajo de las cuerdas, estás mal, ¿qué pasa contigo? ¿Así es como quieres luchar con el Carlson?, ¿con Iván? Estás haciendo el ridículo. Déjalo, dice el Príncipe. Pedro Vaselina: lo van a destrozar, según vayan las cosas en este ring veré si arrojo la toalla. Jalo la cara de Pedro Vaselina hacia la mía, le digo escupiendo en sus cuernos, si arrojas la toalla, puto, te reviento, te meto un fierro en el culo, lo juro por Dios. El Príncipe me arroja un chorro de agua, para ganar tiempo. Gong.
Estamos en medio del ring. Tiempo, ¡segundos!, dice el juez – así mojado no está bien, no vuelvas a hacer eso – el Príncipe me seca fingiendo sorpresa – ¡segundos, fuera!, dice el juez. Nuevamente en medio del ring. Estoy inmóvil. Mi corazón salió de la garganta, volvió al pecho pero aún late fuerte. Rubao se balancea. Miro bien su rostro, tiene la moral alta, respira por la nariz sin apretar los dientes, no hay un solo músculo tenso en su cara, un sujeto espantado pone mirada de caballo, pero él está tranquilo, apenas y se ve lo blanco de sus ojos. Rápido hace una finta, amenaza, un bloqueo, recibo un pisotón en la rodilla, un dolor horrible, menos mal que fue de arriba abajo, si hubiera sido horizontal me rompía la pierna – ¡Zum!, el puñetazo en el oído me deja sordo de un lado, con el otro oído escucho a la chusma delirando en las gradas – ¿qué hice? Siempre me apoyaron, ¿qué les hice a estos escrotos, comemierdas ¡plaft, plaft, plaft! para que se volvieran contra mí? – con ese físico vas a acabar en el cine, Leninha, ¿donde estás?, hija de puta – retrocedo, pego con la espalda en las cuerdas, Rubao me agarra – ¡al suelo! chilla Pedro Vaselina – aún estoy bloqueando y ya es tarde: Rubao me da un rodillazo en el estómago, se aleja; por primera vez se queda inmóvil, a unos dos metros de distancia, mirándome, debe estar pensando en arrancar para terminar con esto – estoy zonzo, pero es cauteloso, quiere estar seguro, sabe que en el piso soy mejor y por eso no quiere arriesgarse, quiere cansarme primero, no meterse en problemas – siento unas ganas locas de bajar los brazos, mis ojos arden por el sudor, no logro tragar la saliva blanca que envuelve mi lengua – levanto el brazo, preparo un golpe, amenazo – no se mueve – doy un paso al frente – no se mueve – doy otro paso al frente – él da un paso al frente – los dos damos un lento paso al frente y nos abrazamos – el sudor de su cuerpo me hace sentir el sudor de mi cuerpo – la dureza de sus músculos me hace sentir la dureza de mis músculos – el soplo de su respiración me hace sentir el soplo de mi respiración – Rubao abraza por debajo de mis brazos – intento una llave en su cuello – coloca su pierna derecha por atrás de mi pierna derecha, intenta derribarme – mis últimas fuerzas – Leninha, desgraciada – me va a derribar – intento agarrarme de las cuerdas como un escroto – el tiempo no pasa – yo quería luchar en el suelo, ahora quiero irme a casa – Leninha – caigo de espaldas, giro antes de que se monte en mí – Rubao me sujeta por la garganta, me inmoviliza – ¡tum, tum, tum! tres rodillazos seguidos en la boca y la nariz – gong – Rubao va a su esquina recibiendo los aplausos.
Pedro Vaselina no dice una palabra, con el rostro triste de segundo del perdedor. Estamos perdidos, mi amigo, dice el Príncipe limpiando mi sudor. No me jodas, respondo, un diente se balancea en mi boca, apenas sujeto a la encía. Meto la mano, arranco el diente con rabia y lo arrojo en dirección a los mamones. Todos se burlan. No hagas eso, dice Pedro Vaselina dándome agua para que haga un buche. Escupo fuera del balde el agua roja de sangre, para ver si le cae encima a algún mamón. Gong. Al centro, dice el juez.
Rubao está enterito, yo estoy jodido. No sé ni en qué round estamos. ¿Es el último? Último o penúltimo, Rubao va a querer liquidarme ahora. Me arrojo encima de él a ver si acierto a darle un cabezazo en la cara – Rubao se desvía, me asegura entre las piernas, me arroja fuera del ring – los mamones deliran – tengo ganas de irme – si fuera valiente me iría, así en calzoncillo – ¡por dónde! – el juez está contando – irme – siempre hay un juez contando – automóvil, departamento, mujeres, dinero, – siempre un juez – pulley de ochenta kilos, rosca de cuarenta, vida dura – Rubao me está esperando, el juez lo detiene con la mano, para que no me ataque en el momento en que vuelva al ring – de veras que estoy jodido – me inclino, entro al ring – al centro, dice el juez – Rubao me agarra, me derriba – rodamos en la lona, queda preso en mi guardia – entre las piernas con la cara en mi palo – quedamos algún tiempo así, descansando – Rubao proyecta el cuerpo hacia enfrente y acierta a darme un cabezazo en la cara – la sangre llena mi boca de un sabor dulce empalagoso – golpeo con las dos manos sus oídos, Rubao encoje un poco el cuerpo – súbitamente rebasa mi pierna izquierda en una montada especial – estoy jodido, si completa la montada estaré jodido y mal pagado, jodido y deshecho, jodido y despedazado, jodido y acabado – se detiene un momento antes de iniciar la montada definitivamente – ¡jodido, jodido! – doy un giro fuerte, rodamos por la lona, paramos, ¡la puta que lo parió!, conmigo-montado-montado-completo encima de él, ¡la puta que lo parió!, mis rodillas en el suelo, su tórax inmóvil entre mis piernas – ¡lo monté!, ¡la puta que lo parió!, ¡lo monté! – alegría, alegría, viento caliente de odio de la chusma que se reía de verme con la cara destrozada – bola de mamones putos escrotos cobardes – golpeo la cara de Rubao en la mera nariz, uno, dos, tres – ahora en la boca – de nuevo en la nariz – palo, garrote, paliza – siento cómo se rompe un hueso – Rubao levanta los brazos intentando impedir los golpes, la sangre brota por toda su cara, de la boca, de la nariz, de los ojos, de los oídos, de la piel – la llave del brazo, ¡la llave del brazo!, grita Pedro Vaselina, metiendo la cabeza por debajo de las cuerdas – es fácil hacer una llave de brazo en una montada, para defenderse, quien está abajo tiene que sacar los brazos por encima, basta con caer a uno de los lados con su brazo entre las piernas, el sujeto se ve obligado a golpear la lona – un silencio de muerte en el estadio – ¡la llave del brazo!, grita el Príncipe – Rubao me ofrece el brazo para acabar con el sufrimiento, para que pueda golpear la lona rindiéndose, rendirse en la llave es digno, rendirse debajo del palo es vergonzoso – los mamones y las putas se callaron, ¡griten! – el rostro de Rubao es una pasta roja, ¡griten! – Rubao cierra los ojos, se cubre el rostro con las manos – el hombre montado no pide el orinal – Rubao debe estar rezando para desmayarse y que todo acabe, ya se dio cuenta de que no le voy a aplicar la llave de la misericordia – chusma – me duelen las manos, le pego con los codos – el juez se arrodilla, Rubao se desmayó, el juez me quita de encima de él – en medio del ring el juez me levanta los brazos – las luces están encendidas, de pie, en las gradas, hombres y mujeres aplauden y gritan mi nombre – levanto los brazos bien alto – doy saltos de alegría – los aplausos aumentan – salto – aplausos cada vez más fuertes – miro conmovido las gradas llenas de admiradores y me inclino enviando besos a los cuatro costados del estadio.


2020-07-22 0 comentarios

Joana

Rubem Fonseca
Solamente me gustaban las mujeres bonitas, de cara y cuerpo. Podían ser ignorantes, idiotas, pero si eran bonitas me gustaban.
Mi novia, Íngrid, era así, linda, tonta, delgada, pesaba cuarenta y cinco kilos, perfecta como una de esas figurillas que giran sobre una caja de música. Yo la levantaba, sosteniéndola del trasero, ella me rodeaba la cintura con las piernas, me abrazaba como una sanguijuela, yo la penetraba y trepábamos. Siempre empezábamos así a hacer el amor.
Olvidé decir que soy muy católico. Fui al confesionario y le dije al cura, señor cura, solamente me gustan las mujeres bonitas, ¿eso es pecado?
Él guardó silencio, hasta pensé que se había ido, no lograba ver bien el interior del confesionario, el escalón que nos separaba lo impedía, pero no dejé de pensar que podía verme, e hice una cara contrita de pecador arrepentido.
Después de algún tiempo empecé a ponerme nervioso y pregunté, señor cura, ¿está usted ahí?
Sí, respondió él. No reconocí la voz, debía ser un cura nuevo, yo me confesaba todos los meses y conocía la voz de los curas que me atendían y siempre me ordenaban rezar algunos padrenuestros y avemarías antes de absolverme.
¿Es pecado que solo me gusten las mujeres bonitas?, repetí.
Durante un buen tiempo el cura siguió guardando silencio, después dijo, hijo mío, el pecado es una transgresión de la ley o de un precepto religioso, no hay un mandamiento que hable de eso…
Señor cura, dije, discúlpeme, pero leí en Tomás de Aquino que los pecados capitales son la vanidad, la avaricia, la envidia, la ira, la lujuria, la gula y la acedia… ¿Acedia? Cuando leí esa palabra, señor cura, tuve que consultar en el diccionario para descubrir que era pereza.
Me reí al decir aquello, pero del otro lado no obtuve respuesta. Inquieto por el silencio del reverendo me olvidé de Tomás de Aquino. Permanecimos los dos callados, parecía cosa de locos.
Rompí el silencio. Señor cura, ¿el hecho de que solo me gusten las mujeres bonitas no es un indicio de lujuria?
Tal vez, dijo el cura; y creí oír un leve suspiro que venía de su cubículo.
Insistí: un pensador ateo cuyo nombre olvidé dijo que fue el miedo cristiano a la carne lo que hizo de la lujuria un pecado mortal.
Más silencio al otro lado del confesionario.
¿Por qué solo me gustan las mujeres bonitas? Yo mismo me respondí: para trepar. Mi amante para mí es apenas un cuerpo, lengua y orificios, eso tiene que ser pecado.
Hijo mío, dijo el padre, modera tu lenguaje, estamos en la casa de Dios.
Discúlpeme, dije.
El padre permaneció callado un tiempo más, y luego dijo, hijo mío, para obtener el perdón y purificarte de tus pecados debes rezar un rosario completo. Puedes irte.
Me fui a casa, hice la señal de la cruz y recé el credo. Después un padrenuestro, tres avemarías, una gloria, y después de cada rezo recitaba la oración pedida por la Virgen María en Fátima: Oh Jesús mío, perdonad nuestros pecados, libradnos del fuego del Infierno, llevad nuestras almas al Cielo y socorred ante todo a los que más precisen de Tu misericordia. Finalmente, recé otros dos padrenuestros y terminé con una salve. Todo en voz alta. Cuando terminé, sentí que estaba perdonado y me fui a la cama.
No pude dormir. No estaba perdonado. Sabía que solo estaría perdonado cuando enamorara a una mujer fea. Pero, al contrario de lo que piensa la mayoría de las personas, conseguir a una mujer fea es más difícil que conseguir a una bonita. Ciertas feas sublimaron el deseo y se escudaron obsesivamente en variadas obsesiones; otras lo excluyeron del campo de la conciencia. Todas se defienden con razones que juzgan acordes con el comportamiento que adoptaron, sin advertir el verdadero motivo: son feas, y ningún hombre se interesa en ellas.
¿A qué lugares van las mujeres feas? A la iglesia, por supuesto. Ese era el sitio adecuado para encontrar a una penitente fea que quisiera entregarse al pecado de la lujuria. O que ya lo hubiera cometido. Me restaba imaginar en cuál día y horario preferían rezar las feas. Elegí el domingo. Y examinar todas las misas de ese día.
La iglesia que escogí celebraba la primera misa a las seis de la mañana. Estudié a todas las mujeres de ese horario y no encontré una sola que sirviera a mis propósitos. Todas eran feas, y también viejas. Cortejar a una mujer fea y vieja era una penitencia que ni en tiempos de la Inquisición sería impuesta al peor de los pecadores.
Mi frustración iba creciendo, misa tras misa. Hasta que en la misa del mediodía encontré a una mujer que tal vez fuera la adecuada. Debía tener unos treinta años, gordita, sin cuello, totalmente asimétrica. Me le acerqué junto a la fuente del agua bendita. Mientras me bendecía le dije, es la primera vez que vengo a misa de doce, siempre vengo a las seis de la mañana.
A esa hora estoy durmiendo, respondió ella, lo que más me gusta en la vida es dormir.
¡Ah! suspiré, ojalá pudiera decir lo mismo, duermo muy mal.
Debe tener algún peso en la conciencia, dijo ella sonriendo.
Sus dientes eran oscuros, sin duda fumaba mucho. Caminamos. ¿Puedo encender un cigarrillo? preguntó ella. Claro, respondí, fumé mucho por un tiempo, pero lo dejé después de leer artículos y estadísticas médicas que demostraban que el cigarrillo es un veneno.
Como todo exfumador y exvicioso de algo, no dejo pasar la oportunidad de hablar mal de mi antiguo vicio.
Ya lo sé, dijo ella, pero si dejo el cigarrillo voy a engordar terriblemente.
Al oírle decir eso tuve la certidumbre de haber encontrado a la mujer que buscaba. Poseía al menos un cierto grado de vanidad, y esto, dadas las circunstancias, hacía de ella la mujer ideal. Además de ser un pecado, la vanidad es, de todos los riesgos, el que hace a la mujer más vulnerable. Puede ella resistirse a la gula, evitando comer papas fritas, a la avaricia, pagándole más a la criada, a la envidia, reconociendo el éxito de la operación plástica de su amiga, a la pereza, comprando un despertador ruidoso para despertar más temprano, a la lujuria, huyendo a la iglesia, pero nadie se resiste a la vanidad. Y la vanidad conduce a los otros pecados. Y el primero de ellos es la lujuria.
Su nombre era Joana. La llevé hasta la puerta de su casa, distante unos quince minutos de la iglesia. No lo invito a tomar un café porque tuve un problema con mi estufa, y siendo hoy domingo no tengo a nadie que pueda arreglarla.
Soy capaz de arreglar cualquier estufa, dije, ¿quiere que arregle la suya?
Ah, sería estupendo, respondió ella.
La estufa tenía cuatro parrillas y un horno. Para ser sincero, no sé nada sobre estufas. Situado frente al artefacto, me dediqué a apretar botones y a torcer cosas, acercando mi nariz a las bocas de gas. Al cabo de un rato, dije que para arreglar la estufa necesitaba cierta pieza, un calibrador. Era una buena palabra, calibrador, de uso múltiple como esos detergentes que anuncian en la televisión.
Así que no tendrá su café, dijo ella.
Estaba nerviosa, con un hombre dentro de su casa, sin saber a ciencia cierta cómo se comportaría y cómo lo haría ella misma en una emergencia. Yo sabía que mi tarea inicial era ganarme su confianza.
Hice mi primera comunión a los siete años, ¿y tú?
A los ocho, respondió, ¿no quieres sentarte?
Me senté en la poltrona y ella en el sofá.
Le conté entonces que mi madre me había comprado un trajecito blanco, con una cinta en el brazo, blanca y dorada. Fue una experiencia inolvidable, recibir a Jesucristo Sacramentado, dije, mis padres sabían que la primera comunión debe recibirse cuando se comienza a tener uso de razón, pero yo, a pesar de tener solo siete años, era un chico muy sensato, y lo sigo siendo hasta hoy, responsable, confiable.
No me acuerdo muy bien de mi primera comunión, dijo ella, creo que la hice con un grupo de niñas del colegio.
Miré mi reloj, me puse de pie. Tengo un compromiso dentro de una hora, dije, discúlpame no haber arreglado tu estufa.
No te preocupes. ¿A qué hora vas a misa el domingo?
A la misma de hoy, respondí.
Pues allá nos veremos, ¿te parece bien?
Claro, aseguré.
Me despedí formalmente, nada de besitos en la mejilla, aunque ella había acercado su rostro para recibirlos.
Al domingo siguiente nos encontramos de nuevo. Joana se había acicalado cuidadosamente, para impresionarme. Los atavíos funcionan con las mujeres bonitas, las feas quedan todavía más feas cuando se adornan.
La invité a almorzar. Ella se limitó a una ensalada de lechuga y tomate. Tengo que perder unos cuantos kilos. Qué bien, se estaba preparando para mí. Me preguntó si tenía algún compromiso, una novia, casado ya sabía que no era, pues no veía ninguna alianza en mi dedo. Le dije que no tenía a nadie, que aquella era la primera vez que iba a un restaurante con una mujer. ¿Y con un hombre?, preguntó ella, con un cierto pánico en la voz, una súbita sospecha sobre mis inclinaciones sexuales debía haber crepitado en su cabeza. Para disipar esa duda respondí, con nadie, hace tiempos tuve una novia, pero a ella le gustaba cocinar para mí y comíamos en su casa o en la mía. ¿Y cocinaba bien? Muy bien, respondí. Yo también sé cocinar, dijo Joana, un día de estos prepararé un plato para ti.
Aquello se tardó otros quince días, es decir, otras dos misas, después de las cuales siempre la acompañaba hasta su casa.
Joana está adelgazando, lo que la tornaba aún más asimétrica, las partes de su cuerpo, tórax, cuello, brazos, piernas, abdomen, quedaron todavía más desproporcionadas. Una noche soñé con ella, y en el sueño era una especie de grillo o cigarra, uno de esos insectos que se mueven de manera desarticulada.
La cena que Joana preparó en mi honor estaba deliciosa. Ella casi no comió, pero tomó bastante vino, bebimos dos botellas de tinto portugués Periquita, ella la mayor parte.
Después fuimos a la sala, donde nos sentamos, ella en el sofá, yo en la poltrona. Joana encendió un cigarrillo. Súbitamente se levantó y dijo, abrázame.
Le di un abrazo largo y estrecho. Luego ella volvió al sofá y yo a la poltrona. Me puse a mirar su rostro, los labios con un leve toque de carmín, pensando si lograría hacerle el amor. Tal vez mi pene se desmayaría, cosa que nunca me ha sucedido, ni a nadie de mi familia. Cuando llegara el momento le diría que era muy tímido y tenía que apagar por completo la luz del cuarto.
Cené en su casa otras cuatro veces. En la última sucedió. Ella, más embriagada y pintada que nunca, me dijo que quería ser mía, me tomó de la mano y me llevó a su alcoba.
Tiene que ser en una oscuridad total, le dije, soy muy tímido.
Nos desnudamos en la oscuridad y nos tendimos en la cama. Pensé en Íngrid, en las cosas que hacíamos en el lecho y mi palo se endureció. Cuando eso pasó, ni se me vino a la mente un condón, tenía que aprovechar mientras mi instrumento estaba en condiciones y la penetré.
Estaba oscuro, pero aún así cerré los ojos, pues Joana empezó a gemir y a besarme en la boca y temí que mis ojos se habituaran en las sombras a ver su cara.
Después de algún tiempo no necesité pensar en Íngrid. La vagina de Joana era estrecha y jugosa, caliente, húmeda.
Prolongué lo más que pude el placer de aquella penetración. Ella gozó con un ardor tan ardiente y lanzó un grito tan agudo que perdí el control y gocé también. Confieso que fue una de las mejores trepadas de mi vida.
Tú me salvaste, dije, ya no soy un pecador.
Joana no respondió. Encendí la luz para agradecerle esa bendición. A mi lado Joana, pálida, inmóvil, no respiraba ni se movía. Estaba muerta.
Besé con cariño su rostro, finalmente bonito y feliz. Yo estaba a salvo, había dado felicidad y belleza eterna a una buena mujer.


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Fisionomia


No es mentira
es otro
el dolor que duele
en mi
es un proyecto
de paseo
en círculo
un malogro
del objeto
en foco
la intensidad de la luz
de la nube
en el jardín
es otro
otro el dolor que duele.
—Ana C. Cesar
2020-07-21 0 comentarios

Tenemos dos vidas:

La verdadera la que soñamos en la infancia, la que continuamos soñando adultos en un sustrato de niebla. La falsa que es la que vivimos en convivencia con los demás, la falsa es la práctica y útil, aquella en la que acaban por meternos en un ataúd. En la otra no hay ataúdes ni muertes, hay solo ilusiones de infancia y grandes libros pintados para ver y no leer. En la otra somos nosotros, en la otra y no en ésta, vivimos.
—Fernando Pessoa


2020-07-20 0 comentarios

EL ANTILÁZARO

Muerto no te levantes de la tumba
qué ganarías con resucitar
una hazaña 
 y después
 la rutina de siempre
no te conviene  viejo no te conviene
el orgullo la sangre la avaricia
la tiranía del deseo venéreo
los dolores que causa la mujer
el enigma del tiempo
las arbitrariedades del espacio
recapacita muerto recapacita
que no recuerdas cómo era la cosa
a la menor dificultad explotabas
en improperios
a diestra y siniestra
todo te molestaba
no resistías ya
ni la presencia de tu propia sombra
mala memoria viejo ¡mala memoria!
tu corazón era un montón de escombros
—estoy citando tus propios escritos—
y de tu alma no quedaba nada
a qué volvemos entonces, al infierno de Dante
¿para que se repita la comedia?
qué divina comedia ni que 8/4
veladores de luces - espejismos
cebo para cazar lauchas golosas
ése si que sería disparate
eres feliz cadáver eres feliz
en tu sepulcro no te falta nada
riete de los peces de colores
aló - aló me estás escuchando
quién no va a preferir 
el amor de la tierra
a las caricias de una lóbrega prostituta
nadei que este en sus cinco sentidos
salvo que tenga pacto con el diablo
sigue durmiendo, hombre sigue durmiendo
sin los aguijonazos de la duda
amo y señor en tu propio ataúd
en la quietud de la noche perfecta
libre de pelo y paja
como si nunca hubieras estado despierto
no resucites por ningún motivo
no tienes por qué ponerte nervioso
como dijo el poeta
tienes toda la muerte por delante.
#NicanorParra
#Poemasparacombatirlacalvicie
#hojasdeparra


2020-07-19 0 comentarios

EL POETA Y LA MUERTE

A la casa del poeta
llega la muerte borracha
ábreme viejo que ando
buscando una oveja guacha
Estoy enfermo - después
perdóname vieja lacha
Ábreme viejo cabrón
¿o vai a mohtrar l'hilacha?
por muy enfermo quehtí
teníh quiafilame l'hacha
Déjame morir tranquilo
te digo vieja vizcacha
Mira viejo dehgraciao
bígoteh e cucaracha
anteh de morir teníh
quechame tu güena cacha
La puerta se abrió de golpe:
Ya - pasa vieja cufufa
ella que se le empelota
Y el viejo que se lo enchufa.
#NicanorParra
#Poemasparacombatirlacalvicie
#Hojasdeparra


2020-07-18 0 comentarios

A ustedes, pensamientos…

A ustedes, pensamientos, agradezco que no me hayan traicionado, y que se hayan escondido tan hondo detrás de mi cara, que yo haya estado con tanta gente en fiestas y reuniones de trabajo y ustedes hayan permanecido silenciosos, sin hacer huir a nadie de mí y no hayan hecho ruido involuntario como lo hacen algunos vasos o sillas que se caen de extraña inquietud..
A ustedes, pensamientos, agradezco haber esperado tanto tiempo en la última pieza honda de mi vida, sobre todo porque han hecho que algunos me amen por escucharlos sin decirles nada, por estar ahí como una compañía que tanto necesitan las cosas,por estar ahí en las largas noches en que no éramos nadie, por favor, no éramos nadie y el viento nos barría...
—Víctor Gaviria


2020-07-17 0 comentarios

XLVIII

Yo soy el hombre más feliz del mundo
mentiría si digo que miento
cuando declaro ser
el desgraciado más feliz del mundo
no tengo nada contra la parentela
no tengo nada contra mis enemigos
no tengo nada contra mis hermanos
resolví mis problemas personales
me salvé por un pelo perome salvé
 lo repito para que no quede sombra de duda:
yo soy el hombre más feliz del mundo
me dan ganas de dar un aullido
y saltar desde un séptimo piso
claro: me sentiría más feliz
si no fuera tan extraordinariamente feliz
si no fuera tan insolentemente feliz
si no fuera tan escandalosamente feliz
hay que tener estomago de avestruz
para tragarse tanta porquería.
#NicanorParra
#Poemasparacombatirlacalvicie
#NuevossermonesypredicasdelCristodeElqui


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A PROPÓSITO DE ESCOPETA


(Fragmentos)
 poesía poesía todo poesía
 hacemos poesía
 hasta cuando vamos a la sala de baño
Dígase lupanar y no prostíbulo
meretriz en lugar de prostituta
Nuestro Señor
 en vez de Jesucristo
Vía Láctea - no río Jordán
la palabra es el hombre
no diga nunca sol
 diga astro rey
diga Pronunciamiento Militar
y verá cómo le suben los bonos
si dice golpe lo mirarán de reojo
feo decir bachicha
diga mejor ciudadano italiano
más respetuoso
mucho niás cristiano
lo que oyen señoras y señores
el que dice corcel en vez de caballo
tiene su porvenir asegurado
palabras textuales del cristo de Elqui
mear es hacer poesía
tan poesía como tañer el laúd
o cagar o poetizar o tirarse peos
y vamos viendo qué es la poesía
palabras textuales del Profeta de Elqui
Y por favor destruye este papel
la poesía te sigue los pasos
a mí también
 a todos nosotros.
#NicanorParra
#Poemasparacombatirlacalvicie
#hojasdeparra









2020-07-16 0 comentarios

XLI

Tono puede probarse con la Biblia
por ejemplo que Dios no existe
por ejemplo que el Diablo manda más
por ejemplo que Dios
es masculino y femenino a la vez
o que la Virgen María era liviana de cascos
basta con conocer un poco el hebreo
para poder leerla en el original
e interpretarla como debe ser
es cuestión de análisis lógico.
Tienen razón los amigos escépticos
todo puede probarse con la Biblia
es cuestión de saberla barajar
es cuestión de saberla adulterar
es cuestión de saberla descuartizar
como quien descuartiza una gallina:
¡pongan otra docena de cervezas!
#NicanorParra
#Poemasparacombatirlacalvicie
#nuevossermonesypredicasdelcristodeelqui


2020-07-15 0 comentarios

XXXVIII

Hay algunos charlatanes de sobre mesa
que se burlan del todo y sus partes
como si el universo fuera un circo
no negaremos que nos hacen reir
pero no les creemos ni lo que rezan
en su locura llegan a decir
que no fue dios el que nos creo a nosotros
sino nosotros quienes lo creamos a él
estupidez que no merece réplica
como si lo imperfecto
pudiera dar origen a lo perfecto
como si lo finito dar origen pudiera a lo infinito
como si lo mortal
origen dar pudiera a lo inmortal
¡cuánto más razonable
cuánto más natural y consecuente
es la palabra de nuestro señor!
¿A quien creer amigos escépticos?...
¿A Mahoma?
 ¿a San Juan?
 ¿A Perico de los Palotes?
La pregunta carece de sentido
entre varios payasos y un profeta
creo que no hay por donde equivocarse.
#NicanorParra
#Poemasparacombatirlacalvicie
#NuevossermonesypredicasdelCristodeElqui


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